La escena está ambientada en algún aeropuerto del interior de nuestro país. Los detalles son los habituales al descender de la aeronave: Buscamos el equipaje en las cintas rotativas y con ticket en mano nos dirigimos a la zona de control, donde las máquinas de rayos x escrutaran nuestro equipaje en búsqueda de cualquier elemento que no debería haber volado.
Junto con nosotros un número importante de pasajeros de distintas procedencias aguardan el turno para que su equipaje sea devorado por aquellas máquinas. Un funcionario público observa el proceso digestivo, mientras otra lo asiste. Observan que nada de lo que entra le “caiga mal” al destino en cuestión.
Entre aquellos pasajeros, un joven del que no alcanzamos a reconocer su idioma, entrega obediente su mochila que se desplaza por los rodillos y se pierde tras el cortinado de hule. La maquina se detiene y los funcionarios observan al visitante intentando ver en sus ojos la explicación para su infracción. Nosotros somos observadores privilegiados que pronto sabrán que los funcionarios en cuestión no solo están limitados para leer la mirada del pasajero. Ninguno pudo atender al visitante dialogando con el en algún idioma que le fuera más entendible.
La funcionaria se esforzó por establecer contacto recurriendo al Tarzán básico y pronunció un escueto manzana no, manzana no… que repitió como si la reiteración fuera una estrategia efectiva para hacerse entender. Aquellos que debemos reconocer limitaciones parecidas, sabemos que por alguna razón inexplicable, por algún engaño de nuestro cerebro, cuando la comunicación resulta estéril, tendemos a levantar la voz. Entonces la uniformada no solo repitió el mensaje en su Tarzán elemental sino que además pareció enojada. La locución, que era acompañada por el típico gesto del árbitro futbolero que da por terminado el encuentro, dejó perplejo al turista.
Si Freud hubiese estado en aquella fila, probablemente hubiese especulado con alguna transferencia del visitante sobre la funcionaria, con la reedición de escenas de la infancia, de cuando nuestras dedicadas madres apelaban a pocas palabras pero pronunciándolas con singular poder: No nene, eso caca, no toca. La oficial de aduana abrió la mochila del pasajero, extrajo la manzana de la misma y la arrojó a un cesto rociándola con un espray.
El pasajero continuó su ruta con típico gesto de perplejidad… Sea usted muy bienvenido.
Queda claro que la funcionaria actuó siendo obediente a las reglas de nuestro país. Pero también es cierto que deberíamos considerar la capacitación del personal que da la bienvenida a nuestros visitantes.
La fruta no tenía ningún gusano, pero como aquella célebre manzana podrida que infecta el resto del cajón, es un símbolo manifiesto de cómo una palabra, gesto, acción u omisión puede atentar contra la fama de un lugar.
Propongámonos aunar esfuerzos para que ninguna manzana nos pudra el cajón de nuestros deliciosos destinos.