Desde mediados de los años ochenta del pasado siglo XX sabemos que estamos consumiendo más que lo que el planeta es capaz de darnos. También que cerca de un 54% de los habitantes de la Tierra vivimos en ciudades. Y resulta que éstas, a pesar de ocupar alrededor del 3% de la superficie del planeta, consumen las dos terceras partes de la energía y emiten el 80% de CO2, que es uno de los gases responsables del cambio climático. Por tanto, la estructura, funcionamiento y organización de las ciudades es determinante si queremos resolver el problema básico al que se enfrenta el siglo XXI: haber sobrepasado la biocapacidad del planeta.
La ciudad actual es resultado del intento de mejorar la salud pública y reducir las desigualdades de la Revolución Industrial. Se hizo aumentando el consumo del planeta, cosa que no importaba excesivamente ya que, como se ha dicho, hasta los años ochenta del pasado siglo era posible hacerlo. Pero hoy las ciudades han tomado una dirección basada en la ineficiencia y el despilfarro incompatibles con los límites planetarios.
En nuestro sector, se habla de la insostenibilidad del turismo, por ejemplo el año pasado España, un país de menos de 47 millones de habitantes, recibió la visita de 65 millones de extranjeros, con el coste ecológico y ambiental que suponen todos estos desplazamientos.
Pero esta vocación expansiva de las ciudades también se refleja en su organización física. Hasta mediados de los años cincuenta las ciudades crecían de forma más o menos radioconcéntrica, apoyadas en las vías de comunicación y con densidades razonablemente altas. A partir de ese momento, y debido a la popularización de los coches, la ciudad empezó a crecer de otra manera: colocando trozos urbanizados, normalmente de baja densidad, a mayor o menor distancia de la ciudad continua, con carreteras de unión entre todas las piezas. Fue así como se cambió el concepto de distancia en kilómetros por el de distancia en minutos. Con la ventaja para el urbanizador de que el terreno era mucho más barato.
Pero este funcionamiento solo es posible con unos inaceptables consumos de energía y suelo, altísimos costes de transporte, aumentos notables de la contaminación, rotura de los ecosistemas naturales o rebaja en la calidad de vida de los ciudadanos obligados a desplazamientos continuos en coche entre trozo y trozo urbanizado para realizar casi cualquier actividad.
Además, esta extensión de los límites urbanos, y de los ámbitos de intercambio, está trayendo consigo la desaparición de las identidades locales desplazadas por un pensamiento y unas formas únicas comunes, y por el escaso arraigo de estos fragmentos urbanos colocados en medio del campo. No se trata de volver a la autarquía. Hay materiales que sólo se pueden conseguir, o cultivos que sólo se pueden producir, en algunos sitios del planeta. Tampoco hay necesidad de abandonar un lenguaje formal que puede entenderse en cualquier sitio. Ni tan siquiera condenar el turismo: basta con adecuarlo a las nuevas condiciones.
Lo que está resultando crítico es que este pensamiento único traiga consigo la pérdida de las culturas locales, con sus formas propias, con lenguajes relacionados con un contexto específico, adaptadas a un clima, a unos materiales y deudoras de una historia. Surgen así grandes rascacielos, edificios de bloques o adosados, situados en Ciudad del Cabo, Hamburgo, Barcelona, Moscú, Lisboa, Madrid o Atenas, que apenas se diferencian unos de otros. Porque está demostrado que atender prioritariamente a las condiciones relacionadas con el lugar es mucho más eficiente y tiene mayor capacidad de respuesta ante los imprevistos.
En bastantes centros de investigación urbana en todo el mundo este cambio de la ciudad global hacia la ciudad local se concreta en muchos estudios específicos: agricultura de proximidad, energía distribuida, potenciación de las identidades locales, turismo de cercanía, materiales y formas de construir tradicionales, nueva gobernanza para mejorar el empoderamiento de los ciudadanos, redensificación y multiplicidad de usos en las áreas fragmentadas, sustitución de la infraestructura gris por infraestructura verde, utilización racional de los servicios de los ecosistemas o, incluso, ámbitos de planeamiento que se correspondan con regiones ecológicas. Algunas ciudades incluso han pasado ya de la investigación a la práctica. Son ejemplos españoles los casos deVitoria-Gasteiz o Santiago de Compostela (exceptuando la Ciudad de la Cultura).
Fuente: El País